El viejo continente maduró en su Edad Moderna y se multiplicaron los países, reinos, y así los conflictos. La visión filosófica y mental del Relativismo se introdujo en un alma europea humanística y culta. Poco a poco, y sin detenerse, se fue gestando la sensación de búsqueda, previa al nacimiento de cualquier estilo artístico. Comienza el Siglo XVII, el de las luces para España, el de las sombras para un pueblo que soporta las epidemias y la tensión bélica. (Imagen: Hospital de la Sangre, actual Parlamento de Andalucía, en Sevilla durante la peste de 1649).
En el ambiente artístico, el Renacimiento había calado hondo en los países europeos, y el Manierismo, con su libertad creativa y su profundo sentimiento de distorsión de realidad, había mostrado a los artistas un camino desconocido: analizar la naturaleza y sacar las máximas posibilidades dinámicas. Con toques inarmónicos se hacían obras atractivas, rozando lo imposible, a punto de quebrar el equilibrio sereno que necesitan los ojos de los humanitos. Pero este latir anticlásico, abofeteado por los críticos y olvidado por los historiadores, es considerado el auténtico caldo de cultivo del Barroco, sobre todo en lo referente a la representación formal de los personajes y a los campos de color. A todo esto hay que sumar que el lenguaje clásico, heredero de la Antigüedad romana, estaba gastado, repetitivo y espeso. La Historia del Arte necesitaba un cambio, un estilo más intuitivo y sensual.
La Iglesia occidental europea estaba inmersa en las guerras de religiones contra los países reformistas luteranos, considerados intrusos en la Europa a las puertas de la Ilustración. Holanda representa certeramente la nueva religiosidad, y la forma de vida urbana, moderna y laica. La Iglesia católica apostólica y romana, comandada anteriormente por Carlos V, el concilio de Trento y los generales militares, e impulsada ahora por Felipe IV y su Contrarreforma (política y artística), sacudirá los pilares del Arte anterior y presentará obras religiosas, usadas como vehículo de propaganda ideológica, resaltando aquellos puntos que la diferenciaba del Luteranismo o el Calvinismo, ya sean elementos de la liturgia, la Eucaristía o en escenas como el Leviatán.
El Siglo XVII despierta en el terreno de la estética con una sensación confusa de cambio. Ese cambio que genera un grupo de artistas italianos y que se difundirá por el resto del continente, se caracterizará por la arriesgada y palpitante apuesta de crear un mundo distinto en los cuadros y esculturas. Los personajes, que son ahora más populares y creíbles que nunca, viven en un espacio mágico de luces y sombras, de diagonales y movimientos, un mundo parecido al nuestro pero sutilmente inventado por las manos y los colores. La Arquitectura, ayudándose de las nuevas técnicas y de estudios cada vez más complejos, se vuelve plástica, exuberante, ecléctica, personal y, sobre todo, se vuelve más orgánica, menos racional que en el Renacimiento.
La popularidad del Arte en estos momentos tiene mucho que ver con el impulso que le ofrece la Iglesia, necesitada de iconografías sinceras, que se conviertan en parte de la memoria colectiva. Así nacen la Semana Santa o la Arquitectura vernácula, que llenaban las calles y vaciaban los edificios por unas horas.
El caso es que los artistas supieron crear el clima adecuado, se adaptaron a las necesidades de sus religiones, y decoraron los palacios y salones de los monarcas absolutistas. Vivieron la Corte, bebieron el licor de la fama y probaron la narcótica eternidad que se derrama de los lienzos firmados. Fueron considerados genios, igual que sus antecesores del Cincuecento.
Pero es cierto que se pueden observar características peculiares en cada región, teniendo gran culpa de esto la personalidad de los artistas y las escuelas que van creando en sus ciudades.
Italia es el origen de este estilo artístico. En Roma, Maderna, Bernini y Borromini protagonizan uno de los capítulos más significativos de experimentación y rivalidad. Cada uno programaba la curva o la recta en sus entablamentos de manera distinta. Cada uno construía con materiales más o menos nobles los edificios del tercer despertar de la ciudad eterna. Los dos primeros culminaron el gran teatro eclesiástico del Vaticano, la portada a los pies de la cúpula de Miguel Ángel y la plaza en la que desemboca la avenida del puente. Y Borromini con su peculiar carácter y su vida humilde, eleva las líneas de la arquitectura al panteón de la belleza.
En escultura sobresale Bernini que, de nuevo para los papas, talla el mármol viejo de su tierra para descubrir el dinamismo de escenas con altas cargas emotivas, llenas de tensión y fugacidad.
Los Carracci decoran las estancias de un modo clásico y mitológico, presentando los personajes alejados de lo terreno, destellantes de luz plana y constante, siguiendo así el camino trazado por los artistas del Cincuecento. Y Caravaggio inventa el Tenebrismo, cubriendo sus cuadros de magia. Los hombres y mujeres que viven en sus pinturas han sido inspirados por la naturaleza, como robadas de un espejo y enfrascados en una realidad paralela que percibimos. Artista polémico en vida, de carácter agrio y con una hoja en el libro del arte.
Francia utiliza el barroco para sus intereses políticos, así construyen Le Notre y Mansart el Palacio de Versalles, y se inaugura la historia del jardín europeo. “El Rey Sol” ingenia todo un escenario monárquico, lleno de lujo y de “horror vacui”, un ejemplo destacado es la Galería de los Espejos.
El empuje de la Contrarreforma viene de España y Flandes. En la península ibérica, la escultura (sobre todo la imaginería) y la pintura reflejan el sentimiento religioso desde múltiples vías: las tallas mesuradas de Gregorio Fernández y el sufrimiento recogido de Martínez Montañés, los volumétricos monjes místicos bañados de blanco de Zurbarán, las mujeres y niños sevillanos encarnados en la Virgen y el Niño, que tan popular se hicieron y tantas escuelas interpretaron, de Murillo. La teatralidad de Valdés Leal y sus paisajes calavéricos, los ascetas tenebristas de Ribera, y la aportación de Velázquez, crucial momento de encrucijada entre colores gruesos y libres, pincelada entusiasta e imaginativa, y una composición creativa que invita a entrar en la pintura. Sus fondos neutros y su obsesión por el sfumato nos recuerdan una cita de Pablo Picasso: “al final…pinta la pintura”. Rubens, en cambio, desde el norte del Imperio español decadente, crea mitologías fantásticas y retratos psicológicos muy modernos.
Holanda será el entramado de vivencias personales. Artistas como Rembrandt, Vermeer o Frans Halls utilizan la sociedad burguesa y laica como trampolín de sus libertades. Rembrandt es uno de los grandes, uno de esos melancólicos y bohemios que caminan por el recuerdo. Sus cuadros son un espectáculo visual sin precedentes. Con una pincelada que vibra, combina colores y se inventa una luz emergente y desconocida. Vermeer utiliza la cámara oscura y tiñe sus interiores burgueses de una pausa que nos hace viajar hasta Piero della Francesca, y con un aspecto muy fotográfico, de líneas diluidas y una luz salpicada. Las telas de Halls, por su parte, son espontáneas y con una pincelada larga y temblorosa.
El Arte Barroco, podemos concluir, es el resultado de la genialidad de un grupo de seres humanos que consagraron su virtud y su esperanza a la locura de enfrentarse a un trozo de tela, a un bloque de mármol, fundiendo algo llamado bronce, o dudando ante un plano, para sacarle verdades a la vida, para agitar las fibras quietas del espectador, que hoy... sigue admirando sus obras.