Lejos quedaba el fantasma de la norma que sobrevolaba los talleres orientales de las civilizaciones fluviales. Tan lejos y tan cerca, en nuestro mar mediterráneo... Porque fue allí, en un grupo de islas soleadas y secas, en un mundo antaño de pastores y piratas, en un tiempo "reciente" que brilla aun en sus esculturas y frescos, en una visión marítima de la vida, donde de pronto emergió una manera de sentir la línea y la forma, y que pasará a ser la "sensibilidad helénica" ya pasado el año 700 a.c. Esa sensibilidad creada a base de toques de realismo y un homenaje formal y permanente a los símbolos, se traspasó de las costas de esta islas a las orillas de la península griega. Allí ciudades como Atenas, Corinto, Esparta o Delfos, convertidas ya en urbes (polis) con participación pseudodemocrática de sus ciudadanos, reposaron las experiencias creativas de sus antecesores ciládicos y cretenses y montaron el arte griego, caracterizado por la experimentación continua y la sorprendente e inagotable búsqueda de la belleza clásica.
Los artistas griegos, superadas las fases arcaícas, fueron los encargados de plasmar las exigencias de una nueva visión antropocéntrica del mundo en los siglos V y IV a.c., y lo hicieron desde la armonía, el idealismo y unas señales tímidas de compromiso con el tiempo que les tocó vivir.
La armonía es fundamental para los griegos, la relacionaban con el orden y la belleza del conjunto. No existía una norma pero si un cánon de belleza, un ángulo sobre el cual poder oscilar ese péndulo aceptado por ese grupo de "snobs" (según nos cuenta Gombrich) y políticos que financiaban las obras. Así nos regalaron la Acrópolis de Atenas o el conjunto del Santuario de Delfos, y esculturas como las de Fidias, Policleto, Praxíteles o Scopas.
El idealismo es evidente en cualquier obra plástica. Los cuerpos de los atletas inspiraron a los escultores, que asumieron sus formas y las revisaron mentalmente con el cánon. El resultado es obras llenas de una verdad ideal, que no existe. Si nos fijamos bien, el proceso es idéntico a los egipcios o mesopotámicos, pero con una diferencia sutil: los griegos tenían un cánon de más grados de oscilación y que pertenecía al "Reino de la belleza", y no al reino de la propaganda política o religiosa. Ese pequeño cambio dota a todo el arte griego de originalidad y lo convierte en la base de todo el arte occidental posterior.
El compromiso con su tiempo lo adquiere el artísta en el momento que aprecian que sus obras son estudiadas por otros, que son criticadas o alabadas, que sus imágenes provocan veneración, que son el objeto de festividades, etc. Entonces aparecen pequeñas e ingrávidas nubes de riesgo artístico, como en "Niké atando su sandalia", donde apreciamos un momento curioso convertido en el pretexto para "insinuar" belleza.
Un sentimiento golpea los corazones de estos hombres: respetar a la generación anterior y aportar modernidad a la posterior. Y con ese latir profundizaron en los movimientos del alma, expresados con el cuerpo.
Ese contexto es el caldo de cultivo donde surgió la técnica de los paños mojados, el descubrimiento del escorzo, la multiplicidad de los puntos de vista, la espectación del observador por los detalles o la pericia del artista notada en las curvas de sus figuras, que comenzaron como reposo del cuerpo (contraposto) y finalizaron con la expresión de la esencia de ese reposo invisible (curva praxiteliana).
Los conceptos ideológicos clásicos se expresan en el terreno plástico, surgiendo un nuevo tipo de artista, libre e inquieto.